domingo, 21 de junio de 2015

El poder de la fe

Hace unas semanas salí a dar una vuelta por mi barrio y, mirando escaparates, llegué a uno con trajes de novia. Me eché a reír, y me fijé precisamente en un vestido que estaba al fondo, de color azul cielo, muy vaporoso, y entonces recordé esta historia que voy a contaros.

Una tarde llegó a mi consultorio una señora de Sevilla muy graciosa que quería saber lo que le deparaba el futuro. Le habían hablado muy bien de mí y tenía mucha curiosidad. Empecé a echar las cartas. Ella lo mismo lloraba que reía, aunque yo, después de echar las cartas, no recuerdo lo que he dicho. Como la sesión se alargó más de la cuenta, cuando terminamos ella me invitó a cenar. No es algo que yo suela hacer, pero algo en mí me decía que debía aceptar.

Durante la cena, ella decía que le había hecho muchísima gracia que le dijera que se iba a casar, cuando ella pasaba de los sesenta y en su vida jamás le había echado un guiño al amor. O sea, que nunca se había dado la oportunidad de enamorarse. Por circunstancias de su vida, se había dedicado a cuidar a sus padres y a trabajar. Su trabajo y sus padres eran toda su vida, y ya jubilada había decidido viajar. Por eso estaba en mi ciudad. Le encantaba la playa. 
 
Como le había acertado todo lo del pasado, y le había dicho cosas del presente, no le cabía duda que se iba a cumplir lo que le había pronosticado. Así me despedí de ella, y me dijo que el año que viene, si volvía a mi ciudad, volvería a ir a mi consultorio, pues le había gustado mucho. 
 
Al año siguiente, volvió a mi consulta. Cuál fue mi sorpresa, cuando me dijo que ya lo tenía todo preparado para la boda... menos el novio. “¿Cómo?”, dije yo. “Sí”, respondió: “El cura, la iglesia, y el vestido”. Porque ella sabía que se iba a cumplir, ya que tenía fe en mí. Lo cual me dejó un poco preocupada, porque claro, no me acordaba de nada de lo que le había dicho cuando le eché las cartas, pero ella dijo que todo, todo se había cumplido. Así que después de echarle las cartas, quedamos otro día para que me enseñara el vestido, pues le hacía ilusión que fuera cuando se lo probara. Tuve que ir con ella.

Era un vestido azul, vaporoso, precioso. La rejuvenecía. Y entonces, cuando se miraba ella en el espejo, vi a su futuro cónyuge. No dije nada, porque hubiera tenido que darle muchas explicaciones. Al cabo de dos meses, recibí una llamada telefónica de ella invitándome a la boda: ya tenía novio. Se casaban el mes de julio. No pude ir porque me surgieron unos compromisos, y al cabo de unos días recibí unas fotos de la boda. Su cónyuge era el mismo señor que se veía en el espejo. No cabe duda de que su fe le atrajo el amor. Porque la fe pone en marcha un proceso de atracción, que hizo que todo el universo se pusiera en marcha para traerle el marido que ella deseaba. Hoy en día siguen juntos y muy felices.

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