Una noche estaba demasiado cansada para conciliar el
sueño, y no paraba de dar vueltas en la cama. Me levanté, cogí el termómetro y
me lo puse, para ver si tenía fiebre: era cierto, 40 grados. Fui al botiquín y
me tomé un analgésico, y me volví a meter en la cama. Entré en un sueño
profundo.
Tenía muchísima calor, y no sabía dónde estaba. De
repente, vi que mis pies se mojaban en un río. Era un río limpio, de aguas
frías. La sensación del agua en mis pies era relajante, y aún me hacía sentir
más sueño, porque sabía que soñaba. Miré al agua y vi mi rostro: era morena,
los ojos marrones, y la piel dorada y tostada. Tenía la nariz chata. Era una
niña. Oí desde lejos que alguien me llamaba, una mujer mayor. Sentí un afecto
que me decía que ella era familiar para mí. Me sonrió, y yo a ella. “No tardes”,
me dijo, “pesca pronto”. Y ante mí, vi los peces saltando del agua. Tenía un
don: me relajaba, escuchaba el ritmo del pez en el agua, e introduciendo una de
mis manos, lo sacaba. Era como si el pez fuera atraído por mi mano. Cogí
bastantes, y me fui hacia la anciana. Efectivamente era mi abuela.
Sin saber cómo, ya estaba en la cabaña, pero el
tiempo había pasado y ahora era una mujer adulta, que allí significaba unos
quince años. Era de noche, y me fui a dormir, y dentro de este sueño, empecé a
soñar: veía una loba muy grande, blanca, con los ojos claros, y se acercaba muy
lentamente hacia mí. Sentí como si se comunicara conmigo, y decía que habría
una gran nevada, y tenía que llevar a mi pueblo a prados más templados. Cuando
estaba soñando con la loba, tenía un sentimiento de paz y tranquilidad
increíble, y todo a mi alrededor estaba lleno de luces de colores. Cuando
desperté del sueño, salí a la puerta de la cabaña, y a lo lejos podía ver a la
loba, enorme y majestuosa, mucho más grande que un lobo normal, resplandeciente
en la noche. Así se lo conté a mi abuela, y ella me dijo que estaba bendecida
por los espíritus. Mi abuela se lo contó al jefe de la tribu, y él aceptó que
nos fuéramos al otro día, y por ese motivo nuestro pueblo se salvó de una gran
tempestad de nieve, que exterminó a otro pueblo cercano al nuestro. Desde
entonces, me llamaban “la niña loba”, pues no era la primera vez que soñaba con
ella.
Hasta aquí, el sueño que estaba teniendo era normal,
hasta que apareció él. Yo estaba como siempre pescando en el río, cuando lo vi
llegar, subido a su caballo blanco. Me puse a temblar, no sabía por qué, me
sentí intimidada. Sus ojos negros como el azabache se cruzaron con los míos, y
me preguntó si era soltera, o algo parecido. No contesté, no me gustaba ni un
pelo. Tenía una cicatriz que le marcaba un lado de la cara, pero el resto era
perfecto. Claro que yo de eso no sabía nada. Se dirigió al jefe de la tribu
para pedirle permiso, ya que quería pasar el resto de sus lunas conmigo (eso
fue lo que dijo), pero yo no quería casarme, así que le costó bastante
convencerme.
Dos primaveras después me casé con él. Los dos años
siguientes, mi vida con este indio (pues yo también era india) fue maravillosa,
como cualquier pareja que esté muy enamorada. Yo seguía soñando con la loba, y
me avisaba de peligros, hechos felices, así como de hierbas curativas para mi
pueblo.
Todas las demás indias de mi edad tenían tres o
cuatro hijos, y yo en este tiempo no había concebido ninguno, por lo cual él
podía tomar otra esposa. Eso me llevó a una profunda melancolía, pues ya tenía
diecinueve años y no era madre. Pero aquella noche soñé con la loba: ella
llevaba un cachorro, y comprendí que yo también iba a ser mamá. Y
efectivamente, estaba en estado. Tuve un niño precioso, con el pelo negro, los
ojos azabache y la piel morena como su padre, y la nariz chata como la mía. Mi
niño y yo éramos uno, siempre estábamos juntos. Aprendió a coger peces, siempre
estábamos jugando, ni decir cabe que su padre estaba muy contento con el niño.
Pero al cumplir el niño cinco años, llegaba el
momento de la primera iniciación, en que le tocaba ir con su padre a cazar.
Aquella noche soñé con la loba: el cachorro de la loba se moría, era atacado
por otro depredador, que no podía ver bien. Mi niño estaba en peligro, así que
le supliqué a su padre que no lo llevase aquel año a cazar, que esperase al
menos a que tuviera siete añitos. Pero no me hizo caso y se lo llevó.
Era muy tarde y mi niño no volvía, algo había
pasado, y a lo lejos los vi llegar. Traía a mi niño, estaba muerto. El dolor
era tan fuerte en mí que me quedé muda. Era un dolor tan fuerte que ahora que
lo estoy recordando aún me duele. Inexplicable, no tenía consuelo. Así que miré
a su padre a los ojos, lancé un chillido y salí corriendo, corriendo, corriendo,
hasta que me perdí en el bosque. No sé los días que estuve allí, hasta que me
encontraron. Me volvieron a llevar al poblado. Mi marido estaba abatido, como
si todo el peso cayera sobre él, pero era tanto mi dolor, que su pesar no me
importaba, porque lo odiaba. Cogí un cuchillo, lo alcé y lo maldecí: “en
venideras y años, por mucho que tu espíritu esté por la tierra, y te vuelvas a
reencarnar, yo te maldigo para que no engendres ningún hijo. Que la Madre
Tierra no permita que tu simiente vuelva a nacer. Por el poder de los espíritus
de la Tierra, del Sol y de la Luna, del Agua y del Fuego y del Viento, no
permitan que vuelva a nacer simiente tuya”.
Y diciendo esas palabras, volví a salir corriendo,
subí a un caballo y galopé, galopé, galopé, más de tres días y noches,
descansando apenas, sin parar de avanzar, hasta que llegué a una aldea, donde
caí desmayada del caballo. Me recogió un matrimonio de blancos con dos hijos
gemelos. Cuando abrí los ojos, vi un hombre feísimo, de piel lechosa, llena de
pecas y con los ojos azules como el cielo. Su aliento olía a algo que masticaba
constantemente, ni decir cabe que se lavara. Su mujer era larguilucha, pelo
castaño, ojos verdes como las hojas, también con muchas pecas, que si se lavaba
tampoco se notaba. No me extraña que estuviese enferma, pues al poco de estar
yo allí falleció. Así que aquel hombre y aquellos niños se convirtieron en mi
nueva familia. La historia de esta familia ya la contaré otro día, pues también
es muy hermosa.
Veinte años después, mis hijos adoptivos se casaron,
y mi esposo se fue por unos negocios. Entonces sucedió que la gigantesca loba
apareció delante de mí dentro de mi casa: estaba rodeada de un halo luminoso.
Se acercó a mí, me lamió la cara, cogió mi mano suavemente con sus dientes y me
sacó fuera, porque quería que la siguiera. Fui con ella andando hasta llegar a
un roble enorme. Al llegar allí me sentí muy cansada y me senté apoyada en el
árbol. Fue curioso, pues entonces me vi a mí misma en la casa de la que había
salido, sentada en mi mecedora: estaba muerta. Pero también era yo la que
estaba sentada bajo el árbol. Me incorporé, acaricié a la loba, y entonces me
pareció escuchar a mi niño, aunque no lo veía. Y ante mí apareció un indio, de
unos dos metros, con el cabello negro hasta la cintura, los ojos negros y
aquella tremenda cicatriz en la cara. Se me iba acercando, y su resplandor me
cegaba, pues iba vestido con un traje de cuero blanco. Su mirada era dulce, me
sonrió y alargó su mano hacia mí. Me abrazó y yo sentí una inmensa paz, un
profundo olor a jazmín, romero, a hierba recién cortada, a la ternura de cuando
una madre abraza un niño, aunque yo no lo abrazaba a él. Entonces pedí perdón
por haberlo maldecido, él me sonrió y siguió mirándome profundamente.
Cuando desperté de este sueño, cuál fue mi sorpresa,
pues yo seguía abrazada a una persona de dos metros que flotaba sobre mí.
Quería moverme, pero no pude. Y entonces
se separó de mí, y se puso de pie. Me seguía sonriendo. Sin duda era el
indio con el que yo había estado soñando. Miré el reloj, y no había pasado ni
una hora. Él seguía allí, y no puedo ni explicar la sensación de paz que sentía
en mi cuerpo. Le pedí perdón, no sabía por qué. Entonces, ante mí, se
transformó en otra persona. Me hizo ver quién era en esta vida, lo cual me hizo
quedar aún más perpleja. Pero eso no me importó. Desde entonces, muchas noches
se vuelve a aparecer. Supongo que tengo que perdonar a sus siguientes
reencarnaciones. Creo que ya lo he hecho en otras vidas. Quiero decir que esto
es un sueño, pero su aparición no lo es. O quizás todo esto es una vida pasada,
en la cual cometí el error de maldecir a alguien. Besos para mis hermanos los
indios (aunque ahora seamos lechosos).