sábado, 6 de septiembre de 2014

La historia del chico del autobús


Cuando subes en un autobús todos los días y a la misma hora, siempre se conocen personas, unas que van, otras que vienen, pero siempre hay algunas que quedan en nuestro recuerdo. Y esta historia es de uno de esos viajeros.

Todos los días subía a un autobús sobre las cuatro menos cuarto de la tarde, porque entraba a trabajar a las cuatro y cinco en unas oficinas en la parte alta de la ciudad. Subía en la parada que era origen y final de la línea. Mientras esperaba, siempre se entablaba alguna conversación con algún pasajero. Ese día llovía, y el conductor tuvo la amabilidad de dejarnos subir al autobús antes de que saliera. Así subí y, mirando por la ventana, me fijé en un chico que venía hacia el autobús, con aspecto de rockero, sus cabellos largos me llamaron la atención. Lo estuve observando mientras se acercaba y me fijé en que parecía arrastrar una de sus piernas; pensé que quizás con la lluvia habría resbalado. Subió al autobús y se sentó justo detrás de mí. Cuando arrancamos, empezó a cantar: cuál sería mi sorpresa al ver que en vez de cantar una canción de rock, cantaba flamenco. Por cierto, lo hacía muy bien. Jamás había oído aquella canción, pero mi corazón se emocionó al escucharla. Luego hablaré de la letra de la canción.

Me bajé en mi parada, y él siguió el trayecto. Todos los días él subía a la misma hora que yo; la primera semana no entablamos conversación, pero a la siguiente, yo corría para coger el autobús y él avisó al conductor diciéndole: “¡Para, que la rubia pierde el bus!” Y el conductor, que ya me conocía, frenó para que yo subiera. Le dí las gracias al conductor y al chico, el cual me dejó su asiento y se sentó a mi lado. Empezamos a hablar. Iba a trabajar igual que yo, por lo que también se había fijado en mí. Hablamos de muchas cosas: de viajes, los que había hecho y los que quería hacer, de la música que le gustaba, y de otros temas diversos. Así todos los días a partir de entonces.

Una de esas tardes, vi que traía una muleta, pero no le pregunté el porqué. Yo sabía lo que le pasaba, pero no quería asustarlo con mi videncia, y esperé a que él se sincerara conmigo. Aún tardaría un mes más. Entonces me contó que tenía muchos dolores en el cuerpo, por lo cual siempre se fumaba un porrete, y no sabía si era por efecto de eso que, la primera vez que me vio, le pareció que yo emanaba luz. Pero después se dio cuenta de que no era ese el motivo. No sabía por qué, él se sentía muy feliz conmigo, y como le quedaba poco tiempo, aprovechaba todo para vivir al máximo. Y aquellos quince minutos que estaba en el autobús, no se acordaba de su enfermedad, pues nos reíamos mucho.

Una vez, por carnavales, estando yo en la parada, me encontré a una vecina que me conocía desde pequeña. Estaba hablando con ella cuando él llegó. Esta señora iba disfrazada de bruja, y él dijo: “Isabel, ¿y tú no te disfrazas?” Yo me eché a reír, y dije: “No, a mí no me quedan bien los disfraces”. Entonces la vecina dijo: “Eso no es cierto, ¡si la hubieras visto cuando tenía veinte años, vestida de pitufo verde, lo guapa que estaba! Para comérsela”. “Señora, yo no sé cómo sería con veinte años, pero ahora está preciosa”. “Bueno, dijo ella, eso lo dices para quedar bien”. “No, señora, es que es muy guapa, fíjese, se lo digo delante de mi madre, ¿verdad mama que es guapa?” La señora que estaba junto a él, que resultó ser su madre, contestó: “Sí, hijo, tienes razón, más que guapa, dulce y bonita”.

Subimos al autobús los cuatro y seguimos hablando, hasta que yo me bajé. Al otro día, le pedí disculpas por mi vecina, porque ella pensaría que él era mi ligue, o algo así. Entonces él me dijo que eso no le importaba, pues estaba muy a gusto conmigo, y la edad sólo importa a las personas que miden el tiempo. Y él, que estaba enfermo de ELA, y todos los días iba a rehabilitación (lo cual él decía que era su trabajo), vivía el momento y no pensaba en el tiempo. Pero desde que me conocía a mí había pasado una cosa increíble: decía que le dolía menos todo el cuerpo, y que se ponía muy contento al verme. No sabía por qué, pero le pasaba. Según los médicos, ya debería estar en silla de ruedas.

Pasaron los meses, y un día no volvió a aparecer. Seis meses después, vi a su madre en la parada del autobús. Venía a darme las gracias, pues el tiempo que su hijo compartió conmigo, fue muy feliz. Para entonces, ya estaba en la cama del hospital sin poderse mover. Quise ir a verlo, pero su madre no me dejó. Él quería que lo recordara como era. Veinte días después de eso, sentí que él había fallecido. Estaba yo en el autobús, sentada, y sentí como si alguien me acariciara la cara y me besara, y empecé a escuchar la canción que él cantaba detrás de mí. Miré, y no vi a nadie. La letra decía: “Tirantantrán, tirantantrero, tengo una novia rubia que es lo que más quiero, tiene gracia y tiene salero. Tirantantrán, tirantantrero, es que no lo sabes madre, que es un ángel del cielo...”

Y esta canción, de vez en cuando me viene al oído, y sigo viendo sus cabellos largos, sus ojos marrones y su sonrisa. Porque para mí sigue cantando y viajando por el cielo.

1 comentario:

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