viernes, 12 de septiembre de 2014

Una mujer valiente


Una tarde llegó a mi consulta una chica que necesitaba ayuda. Estaba muy nerviosa porque no confiaba mucho en las tarotistas, pues en otras ocasiones no acertaron. Pero una buena amiga le habló de mi. Así que se animó a verme .

Por favor, digame toda la verdad”, me dijo sentándose frente a mí. Era una mujer muy atractiva, de complexión delgada, tez morena, ojos negros grandes, nariz y labios finos, y cabello liso y negro. Tenía mi misma edad pero no lo aparentaba.

A la vez que yo hablaba, ella lloraba sin parar. “Todo es cierto”, decía ella mientras movía la cabeza. Su pasado aun le hacía daño. Las cartas lo contaban todo, pero cuando acabo de echarlas, apago la vela que tengo encendida y ya no recuerdo nada. En ese momento, ella seguía llorando, porque no podía creer que yo le hubiera dicho todo su pasado y su presente, y le dio un ataque de ansiedad. Entonces toda la habitación empezó a oler a infusiones de hierbas aromáticas, manzanilla, menta, romero, y no sólo lo percibía yo, sino que también ella lo notó, y me dijo: “huele a la casa de mi abuela”. Yo le dije: “Sí, es cierto, tu abuela está aquí”. Paró de llorar y se relajó completamente. Esta es la historia que me contó:

Ella era de México, sus padres murieron en un accidente cuando era pequeña y la crió su abuela. Era su única família. Estudió una carrera, pagándola con su trabajo, y estando en la universidad se enamoró de un compañero. Con el tiempo ese amor creció, se casaron muy jóvenes y trabajaban juntos en el mismo edificio. Todo era muy hermoso, querían tener muchos hijos, pero los años pasaban y ella no se quedaba embarazada, no sabían por qué.

Un día llegó una chica a su casa, y ella descubrió que era amante de su marido y estaba embarazada. Cuando le pidió explicaciones a él, él le comfirmó que eran amantes, y que solo la quería a ella, pero que quería a aquel niño también. Como la había engañado a pesar de lo mucho que ella lo amaba, no pudo soportar el dolor y dejó toda su vida, se subió a un avión y se vino a España.

Desconsolada y sola, empezó de nuevo. Aquí sus estudios no tenían validez, así que tuvo que ir a clases de noche y trabajar de día. Compartía piso con varios estudiantes. No tenía familia, pero con el tiempo tuvo muy buenos amigos. Sin embargo, seguía enamorada de su ex-marido. Por este motivo vino a mi consulta.

Yo le dije que su vida iba a hacer un cambio muy importante. Trabajaría en lo que más le gustaba y tendría trabajo estable. No veía ninguna nueva pareja con ella, pero no la veía sola. Porque iba a tener un hijo, y nunca más se encontraría sola. A ella esto le resultaba muy difícil de creer, porque había consultado a muchos médicos que le habían dicho que no podía tener hijos, pero como yo había acertado en todo lo demás, se fue un poco incrédula.

Tres años después volvió a mi consulta. “Isabel, tenías razón, tengo un gran problema”. “¿Puedo ayudarte?” “No lo sé”, contestó ella, “estoy muy confusa”. Yo le contesté: “No abortes, por favor. Mira, mañana voy al zoo con mi sobrina y otros niños con sus madres. Necesitaría ayuda con todos esos niños, ¿me podrías ayudar con ellos?” Ella me dijo que sí. Yo sabía que allí, ella hablaría y yo podría tranquilizarla.

En el zoo, ella me contó que en una noche loca con un chico que acababa de conocer se había quedado embarazada. ¿Cómo le podía pasar esto, con casi treinta y siete años ya, ahora que estaba completamente sola? “He decidido abortar”, me dijo. “Bueno, es tu decisión, no lo pienses ahora, vamos a divertirnos con los niños en el zoo”. Estábamos jugando con ellos, y una de las madres, que tenía siete hijos, se paró a hablar con ella. “¡Qué faena me dan estos niños!”, le decía, “pero estar embarazada no lo cambiaría por nada del mundo, es una cosa que no nos puede arrebatar el hombre. Cuando se mueve tu hijo dentro, todo el amor infinito que se siente, estás viva, estás llena, una vida comienza dentro de ti, y es entonces cuando se empieza a amar. No esperando nada, y dándolo todo. Porque los niños son nuestros mejores maestros. Lo que pasa es que lo solemos olvidar. Ellos sólo piden amor, y que los cuiden. Lo demás son problemas de mayores. Mi hermana pequeña, el año pasado, tuvo que abortar, y está ahora medio loca, no por haber abortado, sino porque es muy difícil que se vuelva a quedar embarazada. Si pudiese, volvería atrás”. Ella se quedó pensativa y mirándome. “¿Por eso me has traído, Isabel? Tú quieres que yo tenga el niño, ¿verdad?” “Yo quiero que seas feliz. Y no he dicho que sea un niño, ¿y si es una niña? ¿Te la imaginas? Morenita, con los ojos claros, muy guapa, como tu abuela". Ella se lo pensó y decidió tener a su bebé.

Al cabo de nueve meses me llamó por teléfono. “Ya tengo una niña, ¿le puedo poner tu nombre?” “No, ponle el de tu abuela”, le contesté. “Vale, así lo haré. Cuando esté mejor iré a verte”. Hoy esta niña ya tiene catorce años, y es toda una mujer. Su madre trabaja en su carrera, tiene un piso propio aunque sigue sola, con muchas amistades. Este mes de agosto me llamó y me dijo: “Isabel, cuenta mi historia, por si puede ayudar a alguien a que siga luchando y que sepa que nada es imposible. Porque yo, que no podía tener niños, te creí y mi deseo se cumplió. Soy mamá de una niña preciosa. Y seguro que el espíritu de mi abuela sigue protegiendo a su nieta y a su bisnieta.” Ah, el olor de las infusiones sigue apareciendo cada vez que la veo, incluso cuando hablamos por teléfono

sábado, 6 de septiembre de 2014

La historia del chico del autobús


Cuando subes en un autobús todos los días y a la misma hora, siempre se conocen personas, unas que van, otras que vienen, pero siempre hay algunas que quedan en nuestro recuerdo. Y esta historia es de uno de esos viajeros.

Todos los días subía a un autobús sobre las cuatro menos cuarto de la tarde, porque entraba a trabajar a las cuatro y cinco en unas oficinas en la parte alta de la ciudad. Subía en la parada que era origen y final de la línea. Mientras esperaba, siempre se entablaba alguna conversación con algún pasajero. Ese día llovía, y el conductor tuvo la amabilidad de dejarnos subir al autobús antes de que saliera. Así subí y, mirando por la ventana, me fijé en un chico que venía hacia el autobús, con aspecto de rockero, sus cabellos largos me llamaron la atención. Lo estuve observando mientras se acercaba y me fijé en que parecía arrastrar una de sus piernas; pensé que quizás con la lluvia habría resbalado. Subió al autobús y se sentó justo detrás de mí. Cuando arrancamos, empezó a cantar: cuál sería mi sorpresa al ver que en vez de cantar una canción de rock, cantaba flamenco. Por cierto, lo hacía muy bien. Jamás había oído aquella canción, pero mi corazón se emocionó al escucharla. Luego hablaré de la letra de la canción.

Me bajé en mi parada, y él siguió el trayecto. Todos los días él subía a la misma hora que yo; la primera semana no entablamos conversación, pero a la siguiente, yo corría para coger el autobús y él avisó al conductor diciéndole: “¡Para, que la rubia pierde el bus!” Y el conductor, que ya me conocía, frenó para que yo subiera. Le dí las gracias al conductor y al chico, el cual me dejó su asiento y se sentó a mi lado. Empezamos a hablar. Iba a trabajar igual que yo, por lo que también se había fijado en mí. Hablamos de muchas cosas: de viajes, los que había hecho y los que quería hacer, de la música que le gustaba, y de otros temas diversos. Así todos los días a partir de entonces.

Una de esas tardes, vi que traía una muleta, pero no le pregunté el porqué. Yo sabía lo que le pasaba, pero no quería asustarlo con mi videncia, y esperé a que él se sincerara conmigo. Aún tardaría un mes más. Entonces me contó que tenía muchos dolores en el cuerpo, por lo cual siempre se fumaba un porrete, y no sabía si era por efecto de eso que, la primera vez que me vio, le pareció que yo emanaba luz. Pero después se dio cuenta de que no era ese el motivo. No sabía por qué, él se sentía muy feliz conmigo, y como le quedaba poco tiempo, aprovechaba todo para vivir al máximo. Y aquellos quince minutos que estaba en el autobús, no se acordaba de su enfermedad, pues nos reíamos mucho.

Una vez, por carnavales, estando yo en la parada, me encontré a una vecina que me conocía desde pequeña. Estaba hablando con ella cuando él llegó. Esta señora iba disfrazada de bruja, y él dijo: “Isabel, ¿y tú no te disfrazas?” Yo me eché a reír, y dije: “No, a mí no me quedan bien los disfraces”. Entonces la vecina dijo: “Eso no es cierto, ¡si la hubieras visto cuando tenía veinte años, vestida de pitufo verde, lo guapa que estaba! Para comérsela”. “Señora, yo no sé cómo sería con veinte años, pero ahora está preciosa”. “Bueno, dijo ella, eso lo dices para quedar bien”. “No, señora, es que es muy guapa, fíjese, se lo digo delante de mi madre, ¿verdad mama que es guapa?” La señora que estaba junto a él, que resultó ser su madre, contestó: “Sí, hijo, tienes razón, más que guapa, dulce y bonita”.

Subimos al autobús los cuatro y seguimos hablando, hasta que yo me bajé. Al otro día, le pedí disculpas por mi vecina, porque ella pensaría que él era mi ligue, o algo así. Entonces él me dijo que eso no le importaba, pues estaba muy a gusto conmigo, y la edad sólo importa a las personas que miden el tiempo. Y él, que estaba enfermo de ELA, y todos los días iba a rehabilitación (lo cual él decía que era su trabajo), vivía el momento y no pensaba en el tiempo. Pero desde que me conocía a mí había pasado una cosa increíble: decía que le dolía menos todo el cuerpo, y que se ponía muy contento al verme. No sabía por qué, pero le pasaba. Según los médicos, ya debería estar en silla de ruedas.

Pasaron los meses, y un día no volvió a aparecer. Seis meses después, vi a su madre en la parada del autobús. Venía a darme las gracias, pues el tiempo que su hijo compartió conmigo, fue muy feliz. Para entonces, ya estaba en la cama del hospital sin poderse mover. Quise ir a verlo, pero su madre no me dejó. Él quería que lo recordara como era. Veinte días después de eso, sentí que él había fallecido. Estaba yo en el autobús, sentada, y sentí como si alguien me acariciara la cara y me besara, y empecé a escuchar la canción que él cantaba detrás de mí. Miré, y no vi a nadie. La letra decía: “Tirantantrán, tirantantrero, tengo una novia rubia que es lo que más quiero, tiene gracia y tiene salero. Tirantantrán, tirantantrero, es que no lo sabes madre, que es un ángel del cielo...”

Y esta canción, de vez en cuando me viene al oído, y sigo viendo sus cabellos largos, sus ojos marrones y su sonrisa. Porque para mí sigue cantando y viajando por el cielo.